Tony Cittadino (Madrid).- En realidad, esta despedida comenzó de manera forzada cinco años atrás. Sabía que al irme del país en 2018, se cerraría un ciclo en el que el estadio Universitario fue una parte importante de mi vida. Este miércoles los Leones del Caracas anunciaron en una rueda de prensa que, desde la próxima temporada de la LVBP, jugarán como home club en el Estadio Monumental Simón Bolívar, dejando atrás una época que inició en 1952 y que tuvo momentos memorables.
Muchas son las historias que se pueden contar y que fueron escritas en el «Coso de Los Chaguaramos». Desde vivencias personales, hasta hazañas deportivas, acompañaron a millones de personas, entre jugadores, personal de mantenimiento, periodistas, fanáticos y todos aquellos, que, así sea por una sola vez, tuvieron el honor y el privilegio de visitar sus instalaciones.
Lo cierto del caso, es que es innegable que, en este momento, la nostalgia se apodere de los que amamos el Universitario. Sonará a cliché, pero es como si una película te pasara por la mente. Para mí, el Universitario tiene un encanto especial. Podía pasar un día entero allí y no aburrirme. Era feliz. Pero, como todo en la vida, todo tiene fecha de caducidad y hay que mirar hacia adelante para poder progresar.
Literalmente, el Universitario me vio crecer. Fue un emocionante recorrido desde niño. Primero, soñando con asistir al primer juego. Luego, pasando por la adolescencia e ir con los amigos del colegio a un Caracas-Magallanes y, más tarde, como periodista, al contar con el privilegio de estar en el palco de prensa y recorrer cada rincón del estadio con libertad.
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Todavía recuerdo la primera vez que fui al estadio con mi papá. Creo que es un momento que ningún fanático olvida. Fue el 27 de diciembre de 1996 y, todos los años, recordábamos esa fecha como algo sublime. Fue un juego Caracas-La Guaira, en el que Tiburones fue home club. No sé por qué, pero las entradas no tenían las sillas enumeradas y las tribunas estaban casi llenas. No conseguimos puesto del lado de Leones, así que tuvimos que ir a la zona derecha y disfrutar de la samba, mientras nos emocionamos porque Lezama se sentó a nuestro lado y nos dio la mano.
La emoción de estar en el estadio, siempre fue indescriptible. Era un lugar sagrado para mi papá y para mí. Allí tuve la alegría de ver jugar a mi ídolo Bob Abreu y también de conocerlo y entrevistarlo. Bendiciones de la vida y del periodismo. Pude pisar el terreno por primera vez como estudiante de comunicación social en 2005 y, luego, como pasante de prensa del Caracas en 2006. Más tarde, pude recorrerlo como periodista gracias a TalCual, Venevisión y Unión Radio Deportes.
Pero, aunque ahora los Leones no jugarán más allí, los mejores recuerdos se quedan en el Universitario. Y, esos recuerdos, son los que hoy atesoro más, justo cuatro meses después de la partida de mi papá: el león mayor. Durante la llamada «temporada muerta», moríamos de nostalgia al pasar con el carro por las afueras del Universitario. Contábamos los días para que llegara la temporada y, una vez que se escuchaba la voz de playball, era una tradición ir a los juegos.
Sinceramente, lo disfrutaba muchísimo porque mi papá, además, era italiano y se integró bastante bien a Venezuela y al beisbol. Era caraquista y fui yo el que le tuvo que explicar los fundamentos de la pelota. Era una ocasión perfecta hacerlo allí, porque, además, podía enseñarle detalles y cosas que no se ven por televisión.
Le llamaba la atención el sonido de la pelota al llegar al guante, la velocidad con la que la bola salía disparada a las gradas en cuestión de segundos y gozaba cuando los managers se encaraban con el umpire Musulungo Herrera y éste los expulsaba.
Allí logré saludar desde la tribuna, por primera y única vez, a uno de mis referentes en el periodismo, Luis Manuel Fernández. Celebramos jonrones y carreras chocando las manos y abrazándonos. Gritamos «leo, leo, leo» y nos paramos de la silla para pedir un ponche. Me tomé mi primera cerveza y, también, aprendí a silbar para llamar a los vendedores. Disfrutábamos comiendo papita, maní y tostón, las arepas del morocho, comprando souvenirs y deleitándonos con la vista del cerro El Ávila y el frío decembrino. No había vista, ni mejor momento. Era perfecto.
Allí nació una amistad tremenda con mi papá, porque era nuestro templo. Nuestro momento de compartir, de hablar, de debatir, de contarnos secretos y de hacer equipo. Fue, también, el lugar en el que le hice una promesa de la que siempre estaré orgulloso de cumplir.
Fue una noche de la temporada 2001-2002 en un juego ante los Tigres de Aragua, en el que Michael Ryan bateó la escalera (hit, doble, triple y jonrón). Luego lo hizo con los Navegantes del Magallanes, siendo el único en lograrlo dos veces. Estábamos sentados del lado de la tribuna izquierda y yo solía siempre acercarme al palco de prensa para saludar a Humberto Acosta, Fernando Arreaza, Reyes Medina, Adolfo Prieto o «El Chema» José Jiménez Torrealba.
Me gustaba estar en el estadio y mirar con admiración el palco de prensa. Le decía a mi papá con mucha ilusión: «Ojalá algún día pudiera ver un juego desde allá arriba, como periodista. Debe ser demasiado fino». Me respondió, «¿y por qué no? si te lo propones, lo logras», a lo que le respondí: «te prometo que algún día voy a estar allá arriba, narrando o haciendo una noticia de un juego del Caracas».
El tiempo pasó y no me equivoqué. A fin de cuentas, su terquedad siciliana la heredé a la perfección. No hay palabras para explicar el privilegio de ver el estadio y un juego desde lo más alto y, de paso, poder estar en la cabina del circuito del Caracas y escuchar narrar en vivo a Fernando Arreaza o Reyes Medina. Ahora lo escribo y me parece mentira.
Pero, más nunca fue igual, porque el fanatismo muere cuando eres periodista. Sin embargo, lo disfruté y lo extraño todos los días de mi vida. Cuando iba a los juegos, disfrutaba estar sentado en el palco y contemplar a los hijos que iban con sus padres, mientras recordaba todas las veces que recorrí con el mío los desgastados escalones del Universitario. Le mandaba una foto con cierta nostalgia y le decía: «mira ahora cómo se ve la tribuna desde aquí».
Pero, así es la vida. El tiempo fue pasando y, sin darnos cuenta, ahora era yo el que compraba las entradas, la camisa y lo llevaba al estadio. Cuando se acercaba la temporada, era fijo que me dijera: «Revisa que fin de semana no tienes guardia y si juega el Caracas, nos vamos a un juego» Era la gloria y si el partido se iba a extrainning, mejor. Estábamos más tiempo juntos, aunque después había que salir corriendo y apurar el paso por la bendita inseguridad.
Sin embargo, como dijo Gianluigi Buffon cuando eliminaron a Italia en el repechaje rumbo al Mundial Rusia 2018: «El tiempo pasa y es tirano». El año pasado estuve cerca de volver a Venezuela para trabajar cubriendo la LVBP, mi gran pasión. Tenía una rara desesperación por hacerlo, porque sentía la necesidad de volver a ver un juego con mi viejo y compartir con la familia.
No fue posible, pero pude seguir la temporada desde España y alegrarme al leer como celebraba mi papá el último título del Caracas, pasadas las 6:00 de la mañana en Madrid. Fue una semana de trasnocho y con apenas dos o tres horas para dormir antes de ir a trabajar, pero de la que no me arrepiento. Valió la pena.
Sin saberlo, fue nuestra última temporada y no pude cumplir la promesa de volvernos a ver. Aunque me quedé con las ganas de regresar al estadio con él y de algún día llevar a mi futuro hijo, para estar los tres, los mejores recuerdos se quedan en el Universitario.
Siempre será el templo que me vio crecer y donde viví, sin duda alguna, los momentos más felices de mi vida. Desde octubre, los Leones tendrán una nueva casa, pero mi mente y mi corazón permanecerán allí, recordando con felicidad esa tarde de diciembre en el Universitario y en la que, en las noches al dormir, reencuentro con alegría a mi papá.